Blacula: un príncipe en las sombras de la Blaxploitation
Blacula es de esas películas que, de entrada, te desconciertan. Solo con el título ya te preguntas si estás a punto de ver algo ridículo o una joya perdida. Y, bueno, Blacula resulta ser ambas cosas. Lo que empieza como una idea aparentemente disparatada –un príncipe africano mordido por Drácula en el siglo XVIII que termina convertido en vampiro en el Los Ángeles de los setenta– se transforma en una experiencia que, aunque no se toma demasiado en serio, logra tener momentos que te atrapan.
William Marshall, que interpreta a Blacula, le pone tal dignidad al personaje que parece sacado de una tragedia de Shakespeare en lugar de una cinta de Blaxploitation. Su porte y su voz grave, que suenan a declamación, contrastan de forma deliciosa con el caos y la estética de la época. Te lo crees a él, aunque la película se tambalee a ratos. Marshall es lo que mantiene el barco a flote, incluso cuando el guion hace aguas por todas partes.
Y la música… ¡Qué maravilla! El funk y el soul llenan cada escena con esa energía tan propia de los setenta, como si estuvieras caminando por una ciudad donde cada esquina tiene su propio ritmo, su propia historia. Es una banda sonora que parece ir un paso por delante de la acción, envolviendo la trama con un estilo irresistible, y te lleva de la mano a través de esa mezcla de horror y cultura afroamericana que tan bien define al género.
Los efectos especiales, los peinados imposibles y la moda de la época son el condimento perfecto para este plato que no te esperabas. Pero debajo de todo eso, Blacula tiene algo más que la convierte en una película memorable. Quizás es ese contraste entre lo clásico y lo moderno, entre el terror gótico y el funk callejero, lo que la hace especial. No es una obra maestra, pero tiene un encanto difícil de explicar, como un objeto raro en un mercadillo que te llama la atención sin saber por qué.
En resumen, Blacula es una película que parece no tomarse demasiado en serio, pero que, de alguna manera, consigue dejar huella. Es el tipo de cine que te hace disfrutar de su imperfección, de sus momentos excéntricos, y que al final del día, se siente más auténtico de lo que podrías haber esperado. Una curiosidad que merece la pena descubrir.